ENTREVISTA ELÁSTICA
Revista Atlantica #53
Pablo León de la Barra
Una conversación entre Aldo Chaparro y Pablo Leon de la Barra
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Pablo León de la Barra:
Aldo, ¿te parece que empecemos nuestra conversación desde el principio? Vengo regresando de Perú, donde estoy preparando una exposición en el Centro Comercial Camino Real, que al parecer fue el centro comercial de los años ochenta y se encuentra muy ligado al imaginario de la gente del Perú de ese entonces. Entre las historias que me contaban, la gran mayoría estaban relacionadas entre sí al haber crecido con la presencia del terrorismo de Sendero Luminoso, asociado a un miedo generalizado y a la pérdida social del espacio público. Imagino que éste era la Lima de tu adolescencia y posadolescencia, que es muy diferente al Lima idealizado que yo conocí a través de las novelas de Vargas Llosa y, más tarde, de Jaime Bayly. Me gustaría que me contaras un poco acerca de ese momento específico de tu vida, qué tipo de trabajo hacías, cómo empezó tu involucramiento con la escena artística limeña, con qué artistas pensabas en ese entonces y si había cierta movida limeña.
Aldo Chaparro:
Yo crecí en Lima, en un barrio llamado San Isidro, exactamente a dos calles del primer centro comercial de lujo en Lima, el Camino Real, y frente a la Huaca Huallamarca, una pirámide precolombina conocida como “la pirámide de la bruja”. Entre esos dos polos pasé mi adolescencia y posadolescencia, configurando una incipiente vida social en el mall y una vida personal en la pirámide. En la cima de ésta experimenté mi primera borrachera, mi primer beso y mi primer churro, entre otras cosas; la pirámide se podía ver perfectamente desde la ventana de mi habitación y estoy seguro de que ese volumen afectó profundamente mi percepción del espacio para siempre.
Durante los años de mi formación como artista, Lima era una ciudad difícil, lejos de lo que estaba sucediendo en el mundo, la información era un bien muy preciado. Recuerdo que en una ocasión alguien me envió de Europa una postal con una imagen de Georg Baselitz parado al lado de una de sus esculturas gigantes en madera. Esa sola imagen fue, creo, la influencia más fuerte que ha tenido mi trabajo. Un número de Artforum era un verdadero tesoro, así es que nuestra noción de la contemporaneidad estaba basada principalmente en suposiciones sobre lo que el resto del mundo debía de ser; además, viajar desde el sur siempre ha sido un problema y, para muchos de mi generación, una vez que salían de Perú era ya para siempre, así es que la información no regresaba con ellos.
Sendero Luminoso, Túpac Amaru y otros grupos terroristas tenían Lima sitiada. Constantemente se iba la luz, ya que estos dinamitaban las torres de alta tensión que alimentaban la ciudad; en los peores momentos recuerdo haber tenido agua un día y luz el otro, todo esto en medio de un brutal toque de queda a las 11 de la noche. Mientras todo esto sucedía, nosotros continuábamos con nuestras vidas; estudiábamos, trabajábamos, nos emborrachábamos, nos enamorábamos y bailábamos. Sin duda se trataba de una Lima muy diferente a la Lima enamorada de Vargas Llosa, o de Bryce Echenique, y más parecida a la Lima gris de Salazar Bondy, o a la Lima oscura de Julio Ramón Ribeyro; nuestra Lima de esos años era la de las historias de Mario Bellatin e incluso la de Jaime Bayly.
El escenario artístico de Lima en esa época estaba extrañamente conformado por jóvenes y no tan jóvenes con dinero (o por lo menos sus familias lo tenían), que habían decidido ser pintores, escultores o poetas. Los años 80 estaban liderados por Hernán Pazos, que era la estrella indiscutible; tenía a su alrededor los intelectuales y genios del posmodernismo peruano. Las mejores fiestas, las mejores inauguraciones y toda la contemporaneidad que venía del resto del mundo pasaban por nuestra pequeña y privilegiada clase alta culta. Existían también otras opciones, personajes comprometidos con el oscuro momento histórico que vivíamos, como José Tola, un gran artista, algo siniestro y loco, un personaje de la noche que hizo su mejor obra en esa época. En la misma corriente estaba la Facultad de Arte de la Universidad Católica –antes Pontificia Universidad Católica, ahora sólo Universidad Católica, debido a una orden directa del Vaticano– que era el lugar donde todos estudiamos, salvo casos como el de Fernando Bryce, que sólo estuvo un semestre para luego irse a Berlín. El estilo de la Universidad Católica era, por decirlo de alguna manera, desgarrado, una especie de expresionismo torturado que los alumnos adoptaban sin cuestionarse, ya que en una ciudad en guerra parecía imposible optar por otro tema.
Hernán Pazos, Rafael Hastings, Esther Vainstein, Emilio Rodríguez Larraín, Rocío Rodrigo y algunos más eran las figuras estelares. Hernán fue mi mentor, me dio un espacio en su estudio, me enseñó básicamente a pensar y a hacer a un lado las ridiculeces de un medio traumatizado por su condición. Hernán me mostró lo que era el cuerpo de obra de un artista inteligente y bien informado. Durante mis primeros años en la universidad debía decidir cuál iba a ser mi especialización; nuestras opciones eran escultura, pintura, grabado y fotografía, pero la gente que a mí me interesaba decidió entrar a escultura, así fue como mis opciones se redujeron a una: iba a ser escultor.
PLB: Después te mudaste a Monterrey, ¿en qué año fue eso?, ¿cómo fue que terminaste ahí?, ¿qué sucedía en Monterrey en ese entonces?, ¿fue el momento del mini boom? ¿Cómo te sentías viniendo de Perú? ¿Sentías que había un diálogo entre lo que hacían los artistas ahí en ese momento, el boom que se experimentaba en la pintura, lo que enseñaba en MARCO y lo que a ti te interesaba? Pienso que quizá también fuiste de los primeros latinoamericanos en emigrar a otro lugar en América Latina (y no a Nueva York como muchos otros de tu generación), ¿sentías que había un diálogo entre otros artistas latinoamericanos en ese entonces?, ¿qué tipo de trabajo hiciste en Monterrey?
AC: Llegué a Monterrey en 1991, acompañando a mi amigo Moico Yaker, quien estaba invitado a participar en la exposición inaugural de MARCO. La exposición se llamaba, nada más y nada menos, Mito y Magia en América en los 90, una especie de Les Magiciens de la Terre región 4. En esos años, un pequeño (tal vez no tan pequeño) grupo de coleccionistas –algunos de ellos eran viejos coleccionistas pertenecientes a familias de varias generaciones de coleccionistas, tan antiguos como la corta historia de Monterrey lo podía permitir– había impulsado la escena hasta el punto que yo recuerdo haber visto en fiestas y cenas a Angela Westwáter, a Gian Enzo Sperone, a Douglas Baxter, a Annina Nosei, a Jörg Immendorff, Bruce Nauman, Susan Rothenberg y al mismísimo Julian Schnabel que rondaba por ahí en busca de nuevos mercados en el mundo cuando Nueva York empezaba a flaquear. La exposición Mito y Magia fue curada por Miguel Cervantes, quien, financiado por estas familias regias, viajó por todo América por más de dos años en busca de la magia americana; es por eso que el día de la inauguración podías ver una colección de artistas de todos partes del mundo. ¡Parecían una postal del Unicef!
Pero en esos años Monterrey tenía una estrella, y era una gran estrella: Julio Galán. Julio fue lo único bueno y verdadero de esa época, lo único que duró, que pegó duro, que tenía sustento y pasión. Después de algunos años, los coleccionistas que habían comprado cuadros –porque de eso se trataba todo, sólo de pintura– a precios bastante inflados de artistas de los que jamás volvimos a escuchar, dejaron de comprar arte y regresaron a sus verdaderas pasiones: los vinos, los coches, los caballos, etcétera. Pero fueron buenos años, se vendió mucho y se forjó la famosa nueva figuración mexicana con la que galeristas chilangos y regios hicieron una buena fortuna. MARCO tuvo exposiciones con presupuestos que los grandes museos del mundo seguramente envidiaban. El premio MARCO era de 250,000 dólares, mientras que el premio Hugo Boss que daba el Guggenheim (y que ganó Matthew Barney) era de 50,000 dólares. El premio MARCO, sólo para pintura, lo ganó Julio Galán –¡qué sorpresa!–, Jörg Immendorff y un artista ecuatoriano llamado Marcelo Aguirre.
Mi trabajo en esa época se centraba en la madera tallada, que era lo que había hecho en mis últimos años de universidad; los contenidos de mi trabajo no han cambiado mucho, sigue siendo la misma investigación sobre procesos, superficies y comportamiento de los materiales. En esa época, mi trabajo consistía en representaciones de objetos que aparecían en las pinturas de Vanitas durante la contrarreforma. Me interesaba mucho esta pintura, cuyo objetivo era recordarnos que todo en la vida era vanidad: el conocimiento, la comida, la música, incluso el arte mismo, eran vanidad. Monterrey recibió bastante bien mi trabajo, durante varios años vendí bastante bien y tuve varias exposiciones en galerías y museos.
La decisión de migrar a un país de Latinoamérica fue siempre algo que mi padre cuestionó mucho, siempre me decía que si ya me iba a ir de Lima por qué no me había ido a Londres como mis amigos, y que, además de todo, me iba a provincia, a vivir en un pueblo, un pueblo fantasma en medio del desierto a dos horas de Monterrey, llamado Villa de García, en el cual viví durante muchos años.
Monterrey no estaba preparado para recibir inmigrantes, no había taxis en la calle, la oficina de migración consistía en un escritorio y una señora mayor que daba las visas por simpatía. Por la época de la inauguración de MARCO se juntaron algunos sudamericanos que tenían la intención de quedarse, pero el medio no permitía que algo real sucediera. Los museos e instituciones dedicadas al arte estaban dirigidas por administradores, empresarios y gente que podía manejar el dinero, pero que no era capaz de tomar alguna decisión artística; jamás trabajaron con curadores, todo se decidía entre administradores y consejeros, es decir, con quienes ponían el dinero. Los resultados saltaban a la vista: la falta de una guía, de educación y de experiencia, acabó con todas las expectativas de convertir a Monterrey en una capital del arte y es por eso que en estos momentos vive el más triste escenario artístico de toda su historia. En ese contexto, el único que de verdad echó raíces en Monterrey fui yo; ahí me casé y nacieron mis hijas.
PLB: Los primeros trabajos tuyos que vi en México tenían que ver con diseño y arquitectura. En especial recuerdo una obra que me impactó mucho en X-Teresa, alrededor del 1999-2000. Imagino que todavía vivías en Monterrey. Era una casa prefabricada, diseñada para estar en el desierto, que hiciste para un colectivo que se llamaba Los Lichis; era un lugar para que ellos se metieran a experimentar con drogas alucinógenas o algo así. Me gustaría saber más acerca de ese proyecto y de cómo se dio esa transición de tu trabajo hacia la arquitectura y el diseño. Recuerdo que yo también –muchos años más tarde, en 2007 o 2008– expuse un módulo/biblioteca transportable dentro de la exposición Sueño de Casa Propia que cocuré con María Inés Rodríguez en la Ciudad de México. Dicho módulo formaba parte de esa línea de investigación.
AC: Cuando vivíamos en el desierto, Vanesa Fernández, Mario García Torres y yo, decidimos formar un colectivo que se llamaba La Mesa. La Mesa era básicamente mi estudio; una casona vieja en el centro del pueblo donde cada cierto tiempo presentábamos proyectos de diferentes artistas; ahí exhibimos proyectos muy buenos del colectivo Tercerunquinto, de Alejandro Rosso, de Los Lichis, entre otros. El mejor proyecto de esos años fue el de Andador 20, que consistió en instalar una casita que yo había diseñado y fabricado teniendo en mente algunas referencias al modernismo y a la relación de la arquitectura con la naturaleza, asuntos que me interesaban en esa época. Ubicamos la cabina en medio de la nada, con un generador de electricidad y el equipo necesario (teclados, sintetizadores, micrófonos, etcétera) para que Los Lichis (Gerardo Monsiváis, Manuel Mathar y José Luis Rojas) pasaran una semana en el desierto componiendo música. Durante esa semana hacíamos viajes llevándoles comida y algunos complementos como cerveza, cocaína, marihuana y éxtasis; al final de la semana los tres estaban destrozados, se habían enfermado del estómago, les había dado gripe y estaban completamente desconectados de la realidad. El día de la inauguración, la gente vino desde Monterrey, se ubicó alrededor de la casita, que se llamaba Andador 20, como la calle en el DF donde los Lichis habían vivido algunos meses trabajando juntos. El momento fue muy especial, la cita era al atardecer en medio del desierto, la música salía del interior de la cabaña y todos podíamos escucharla; el resultado era una serie de composiciones sin fronteras que representaban muy claramente el proceso por el que habían pasado durante esos 7 días de alucinaciones en el desierto.
Esa cabina detonó varios proyectos similares en mi trabajo. En general se trataba de soluciones de diseño y arquitectura a necesidades no tradicionales o moralmente en conflicto, como una cabina para lectura –en un principio pensaba que solamente se ofrecería pornografía y que se trataba de una biblioteca pública portátil– que proporcionaba un lugar para dormir y guardar cosas a los homeless de la calle; esta pieza la exhibí varias veces. También una cabina diseñada para poder tener sexo anónimo en un lugar de encuentros sexuales ubicado en los jardines de la UNAM, llamado El Camino Verde. Otra cabina servía para esconderse a fumar marihuana; ésta era en realidad una especie de ataúd que contenía un buen equipo de sonido, de video y luces estroboscópicas.
PLB. Mientras estabas en Monterrey también dabas clases en la Universidad de Monterrey. Formaste a una generación que ahora está haciendo cosas importantes en México; entre ellos, el artista Mario García Torres y Zelika García, directora de MACO, la feria de arte de la Ciudad de México. ¿Había alguien más? ¿Tercerunquinto, Sofía Hernández Chong? Recuerdo que alguna vez también me contaste que tenían una especie de taller donde se juntaban a pensar…
AC: En esos años entré a dar clases en la Universidad de Monterrey (la UDEM); di clases por casi 8 años en todos los niveles, desde los estudiantes recién llegados hasta los que estaban por graduarse y trabajaban en sus proyectos de tesis. Durante todo ese tiempo desarrollé un método bastante efectivo y dinámico que despertó en esas generaciones el gusto por producir, y que tuvo muy buenos resultados para todos. Las clases las daba en mi estudio; llegó un momento en que los horarios se disolvieron, yo abría la puerta a las 10 am y no la cerraba hasta las 11 o 12 de la noche. Siempre estaban mis alumnos ahí, todos trabajando en sus proyectos, que yo supervisaba de vez en cuando; conversábamos, comíamos y tomábamos mucho también. De esos años salieron muy buenos proyectos, fruto de esas sesiones intensas y completas en las que todos generamos una sinergia increíble. Entre Vanesa y yo le dimos clases a Mario García, Zelika García, Eduardo López, Benedetta Monteverde, Ismael Merla y Sofía Hernández, entre muchos más.
PLB: Fue alrededor de ese entonces que emprendieron la aventura de Celeste. Ésta fue una publicación que se volvió la voz de una generación y que dio oportunidades a gente como yo, pero también a Mario García Torres, Stefan Brüggemann y muchos otros; juntos convertimos a Celeste en una plataforma de pensamiento. Esta revista era como una exhibición impresa, donde coexistían obras de artistas y textos críticos con temas moda y lifestyle. También creo que era un momento importante, el internet todavía no era lo que es ahora y Celeste se convirtió en una ventana para saber lo que pasaba afuera, pero también lo que pasaba dentro y para darle una voz a toda una generación. De alguna manera, Celeste fue una obra de arte y una obra curatorial. Me gustaría que me contaras más acerca de la decisión de hacer Celeste y de su contenido. Después de publicar el primer número se mudaron a la Ciudad de México. ¿Cómo afectó esto a la revista, a tu trabajo y, también, cómo cambió tu trabajo al llegar a la Ciudad de México?
AC: En el año 2000 recibimos la propuesta de un importante grupo editorial para hacer una revista; ellos sabían que querían un producto de más lujo que los títulos que manejaban, pero no sabían exactamente cómo lograrlo. Les diseñamos una revista que juntaba diferentes disciplinas en una sola publicación, ya que en esos años en México había una revista de arte, una de arquitectura y otras de moda, pero no había ninguna que tendiera puentes, que estableciera diálogos entre las diferentes disciplinas. Fuimos los primeros en hacerlo en Latinoamérica; nosotros buscábamos hacer una revista que fuera un retrato de nuestra contemporaneidad.
Durante todos estos años he visto como decenas de revistas han aparecido y desaparecido después de dos o tres números, al parecer a todo mundo se le hace un trabajo muy glamoroso tener una revista, pero pocas personas saben el tremendo esfuerzo que esto significa. En esos doce años, Celeste se posicionó como una de las publicaciones mas influyentes. Luego apareció Baby Baby Baby, que hasta el día de hoy es un objeto de culto y colección en diferentes lugares del mundo, especialmente en Tokio. Fueron buenos años, llegamos a editar seis revistas diferentes a la vez, varios libros y muchos proyectos especiales. Teníamos a los mejores colaboradores de México y del mundo e hicimos las mejores fiestas y eventos. En algún momento llegamos a ser un equipo de más de 200 personas y las revistas se distribuían prácticamente en todas las ciudades importantes. Vivíamos en un cierre constante, pero fueron años muy creativos y productivos.
Los dos primeros números los hicimos en mi estudio en Monterrey, pero cuando nuestro nuevo socio nos pidió que nos hiciéramos cargo de un par de publicaciones que tenía en proceso y a los que no había podido dar forma en el DF, decidimos mudarnos; cargamos con nuestras cosas y con gran parte del equipo y en menos de dos semanas ya estábamos en la Ciudad de México. La ciudad fue una inyección tremenda de contenidos y el parque de diversiones para nuestros juegos, pero también fue una plataforma increíble para empezar a trabajar con el resto del mundo.
Yo me convertí en editor, llegó un momento en que producía contenidos para tres revistas y varios libros al mismo tiempo, además de coordinar la dirección de arte de todas las publicaciones del grupo. Mi trabajo personal se había transformado y todo lo que hice en esos años está en las páginas de esas revistas. De esos años quedó en mí la dinámica de trabajar con las ideas de otros para con ellas generar mi propio discurso, pero siempre haciendo visibles y claras las fuentes y reglas del juego, otorgando los créditos correspondientes. En ese momento ni me lo cuestioné, porque siempre di por hecho que las lecciones del posmodernismo sobre la apropiación eran lecciones ya muy digeridas y aprendidas por todos, pero no es así. Hace unas semanas conocí a Sherrie Levine y conversamos sobre eso, originalidad y autenticidad, posmodernismo y copyright –para ella un asunto de género, un asunto paternalista y de propiedad impuesto por los hombres– siguen siendo valores sagrados para la mayoría, cualquier transgresión a esos parámetros destruye el aura de las cosas y las banaliza, multiplicándolas en versiones de menor valor que un “original”, como si realmente pudiéramos hablar de un objeto original en nuestra cultura.
PLB: Tu trabajo más reciente, parte de una serie de investigaciones donde, por un lado, hay una exploración posconceptual romántica, donde frases de letras de diferentes canciones que forman parte del soundtrack de tu vida se materializan, volviéndose textos en la pared o en posters. Otras obras hacen referencia a ciertos iconos pop, por ejemplo, a la escultura de 1964 LOVE, de Robert Indiana, pero sexualizándola y cambiándola por la palabra PUTA, PORN, SUCK, etcétera. Otras obras son más abstractas, por ejemplo, la serie de paneles de acero de diferentes colores, que moldeas con toda tu fuerza corporal hasta que adquieren diversas formas, donde la obra de alguna manera destruye forma y reflejo. Me gustaría que hablaras sobre estos trabajos recientes y cómo entiendes las transiciones que ha experimentado tu trabajo hasta llegar a lo que haces hoy.
AC: Como resultado de mi trabajo en las revistas me di cuenta de que yo no tenía que generar todas las ideas, que yo me podía convertir en un editor incluso de mi propio trabajo. En las piezas de letras de canciones eso es lo que hacía, buscaba frases que cumplieran con dos requisitos: que al sacarlas de su contexto original (generalmente amoroso) y ponerlas en el contexto del arte parecieran como reflexiones del propio proceso de generación de la obra. El otro requisito era que los textos debían hacer hablar al objeto sobre sí mismo, como la pieza I’d be surprisingly good for you (extraída de la letra de una canción de Madonna) que se refiere a sí misma y a lo sorprendentemente buena que podría ser para ti, para el espectador o para el coleccionista.
En un proceso paralelo a las piezas de texto, desarrollé en el transcurso de varios años un viejo interés en los espejos (Pistolleto, Robert Morris, Borges) y de esa manera pasé por el acrílico espejo para terminar en el acero inoxidable. Una de las premisas de mi trabajo es el tiempo y los aceros son un ejemplo de eso; en general me lleva más tiempo limpiar la pieza que hacerla, porque para mí los procesos deben ser rápidos. Esas piezas son como la reconstrucción de un crimen, tú en el objeto puedes leer claramente cuáles fueron las fuerzas que transformaron el material y le dieron la forma que ostenta; para mí la parte importante de esas piezas es el proceso, el objeto es el resultante, el documento, la huella de esa pelea (que en muchos casos es literal) en la que yo lucho por transformar el material y el material lucha por preservar su forma. En ese proceso fui limpiando todo lo innecesario, lo que sobraba, así fue como pasé del acrílico al acero: para doblar el acrílico necesitaba un soplete y eso me molestaba, la herramienta, ese tercer elemento entre el material y yo; las piezas de acero, en cambio, las hago sólo usando unos guantes porque para mí es muy importante esa relación directa e inmediata. Las piezas son el resultado de mi peso, de mi fuerza e incluso, y de forma definitiva, de mi estado de ánimo. Por eso siempre pienso en mis piezas como algo que se genera orgánicamente; como fotos de la superficie de un río, siempre van a ser diferentes, porque, aunque tengo ciertas estrategias entendidas, cada pieza es siempre un problema diferente.
Para Henri Bergson la noción lineal del tiempo es imposible, para él la realidad es una simultaneidad de pasado, presente y futuro, y eso es lo que yo veo en mis espejos arrugados: el pasado esta ahí porque el objeto te remite inmediatamente al momento de su transformación; el presente, porque es evidente que se trata de un proceso rápido e intenso, y el futuro, porque es imposible no pensar que si cualquiera de los ingredientes que le dieron forma al acero cambiaran, aunque fuera infinitesimalmente, el resultado sería completamente diferente, sería otro objeto.
PLB. Recientemente curaste una exposición genial en tu taller, donde hiciste un homenaje al estilo Memphis, Ettore Sottsass y Christian Nagel, e invitaste a una nueva generación de artistas jóvenes a participar en ella. Me gustaría que hablaras más sobre esta presencia casi obsesiva que existe en tu trabajo por los años ochenta, su estética, la música, que quizá también está ligada a tus trabajos tempranos en Perú y a tus obras con letras de canciones, pero que también refleja cómo el pasado se convierte en una herramienta para releer nuestro presente.
AC: La estética de los años 80 es mi estética. Así como a través de la música se hace muy evidente cuál es tu generación, porque es la música que escuchabas en tu posadolescencia, a mí me sucede con ambas cosas. Sottsass y Memphis (y desde antes el grupo Archizoom) fueron tan influyentes y su estética se permeó de tal forma en la imaginería de esa época, que se masificó y aún seguimos encontrándonos con secuelas de un original que muchas veces los autores desconocen que es Memphis. Esa característica del diseño siempre me ha parecido fascinante, su poder de penetración en la vida diaria, lejos de la pretensión y hermeticidad del arte y de sus mensajes cifrados dirigidos a un público que disfruta de ese ridículo sentimiento de exclusividad. El trabajo de Hernán Pazos, mi amigo y mentor en la Lima de los años 80 era muy Memphis, pero mejor que Memphis; Hernán había digerido esa estética y había logrado hacer un trabajo que a mis 21 años me marcó para siempre.
PLB. En tu trabajo como artista has realizado casi de todo: exposiciones, revistas, curadurías. Me interesa mucho esta labor de artista polifacético, o que ataca la producción cultural desde diferentes ángulos y que de alguna manera redefine lo que la gente cree que debe ser la función del artista. Lo que me lleva a preguntarte: ¿cuál crees que debe ser la labor del artista en la actualidad? Sobre todo en tu caso, actuando internacionalmente, pero viviendo y trabajando desde una localidad tan intensa y tan compleja como la Ciudad de México.
AC: Un artista debe ser un espejo, un espejo de su contemporaneidad, del momento histórico que le toca vivir; en todas las disciplinas que he trabajado ese es el hilo conductor de mis propuestas, al parecer siempre tan eclécticas y diferentes. Algo que siempre repetía en mis clases es que cada idea implica dos asuntos muy específicos: uno de ellos es el material, una idea de video no puede resultar en una revista, o una idea de una escultura en una pintura; el otro es el tiempo, si tu idea requiere dos minutos de resolución y tú le diste dos minutos y tres segundos, arruinaste la pieza. Hay una relación de exactitud entre estos ingredientes en la que no se puede fallar; buscando ese equilibrio es que me he involucrado en tantas disciplinas, tan diferentes entre ellas.
Dicen que para ser universal debes ir desde lo particular; por ejemplo, la imagen de la punta de una plancha a punto de quemar la punta de una lengua es una imagen que cualquiera puede entender y casi sentir a la perfección, pues todos tenemos el mismo cuerpo, por lo que compartimos las mismas experiencias que él nos permite. De esta manera, esa imagen del catálogo de Sensation –la exposición de los YBA en 1997– la entendemos todos, neófitos y conocedores. Por eso mi trabajo trata de mí, de mi época, de mis gustos, de mi historia, porque es de lo único que puedo hablar y porque creo que es lo único que las demás personas podrían entender de verdad.
PLB. Para terminar, ¿en qué estas trabajando ahora? Y también la última pregunta que siempre hace Hans Ulrich al final de sus entrevistas: ¿qué proyectos no has hecho que te gustaría hacer?
AC: Ahora estoy trabajando en dos proyectos, en uno de ellos desde hace varios años: se trata de una pequeña novela en la que narro la vida de un posadolescente en Lima durante los años 80, en una mezcla de ficción y verdad. El libro lleva por título No miento, tampoco digo la verdad.
Tengo tantas ideas que me gustaría realizar, tengo miles, pero creo que sin duda sería algo que nunca he hecho, una disciplina nueva, ¡me gustaría hacer un musical!
PLB. Jajaja, entonces una última, última, pregunta: Si tu vida fuera un musical ¿Quién actuaría el papel de Aldo Chaparro?
AC: Viggo Mortensen, por supuesto.
*****
Epílogo:
Aldo, termino de leer estas respuestas a mis preguntas estando de vuelta en Lima.
Ayer inauguramos la exposición en el Centro Camino Real. Dentro de algunos locales abandonados instalamos la obra de diferentes artistas. Había muchos amigos tuyos, Fernando Bryce, Gilda Mantilla, etcétera. Todos caminando por el centro comercial semiabandonado, que era un fantasma de lo que un día fue. Disfruté mucho poder conversar contigo vía internet, aprender cosas de ti que no sabía, entender mejor de dónde vienes y por qué haces lo que haces; o entender partes de tu práctica que desconocía, como tu labor de maestro o el trabajo en equipo desarrollado en Celeste, temas en los que me hubiera gustado ahondar más. También muero de ganas de leer esa novela sobre la Lima de los años 80, ¡y de poder ver pronto ese musical! Es una pena que me voy de Lima mañana y que tú llegarás en algunos días. Me hubiera gustado mucho que esta conversación hubiera sucedido en vivo, que nos hubiéramos encontrado en la cima de la Huaca Huallamarca y que hubiéramos conversado ahí a la hora del atardecer, tomando pisco sour, mirando hacia atrás pero también mirando hacia delante. Pero alas, ¡así es nuestra contemporaneidad! Espero verte pronto, en vivo. Mientras tanto, un fuerte abrazo.
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